A mi sobrino Alejandro, el cachetícola, y a mi hermana Ana María, la Mamá Cachetes
Afinidad
Hoy me siento un Jairo Aníbal,
un Miyazawa, un Monterroso,
hoy terminé mi primer
cuento para niños.
Alejandro tenía cuatro años. Aquel año había sido un niño muy juicioso: le había hecho caso a su mamá y a las profesoras, aunque algunas fueran señoras feas y tontas; había tratado de pegarle menos a sus amiguitos, así ellos lo molestaran y hasta le tocaran el pelo; no le había vuelto a pegar a las niñas, a pesar de que también ellas –menos Antonia, con quien se iba a casar cuando fuera un señor– le parecían feas y tontas; se había comido todo el almuerzo los domingos, hasta los fríjoles cuanto tenían pepas, que a él no le gustaban ni poquito. Todo esto tenía una explicación: había aprendido a escribir. Las “a” le quedaban redonditas y con la colita, y a todas las “i” les ponía el puntico, mejor dicho, se sentía un Balzac, un Monterroso –aunque no tenía idea de quiénes eran esos señores que su tío tanto admiraba–. Desde octubre, cuando había perfeccionado la “a”, había esperado ansioso la navidad, consciente de que en esa época saber escribir era lo más importante del mundo. Sería la primera vez que él solito escribiría su carta para el niño Dios (no le digan a nadie, pero no confiaba en la secretaría de la mamá, de pronto exageraba confesando desobediencias y necedades).
Cuando Ana, la mamá, leyó la carta que Alejandro le había entregado con la instrucción de que la enviara de inmediato al cielo, se sorprendió un poco… A decir verdad, quedó perpleja. En lugar de las vocales que su hijo ya dibujaba con cierta claridad, había un montón de garabatos que parecían reproducir los extensos e incomprensibles soliloquios que el niño había pronunciado durante varios meses a la edad de dos años, cuando empezaba el aprendizaje del habla.
No sin algún temor ante la posibilidad de un trastorno del lenguaje, Ana le preguntó a Alejandro por qué había hecho esos garabatos en lugar de las vocales, tan bonitas, con sus bolitas y sus colitas y sus punticos.
–Mamá, es que esas letras son para nosotros, las personas. Tú me dijiste que el niño Dios no es una persona.–
–¿Y cómo sabes que va a entender tu carta?–
–Tú dijiste que Él entiende el idioma del corazón… Yo escribí la carta pensando en el juguete que quiero, pero con el corazón, no con las letras del colegio.
Alejandro había escrito su carta de garabatos pensando cada instante, cada trazo, en el pterodáctilo con el que había soñado desde hacía tanto tiempo, mientras en su mente repetía: “yo sé que Tú vas a entender, yo sé que Tú vas a entender”.
El 24 de diciembre la ansiedad y la fiesta de los adultos desvelaron a Alejandro. Ana le había explicado que el niño Dios esperaba a que los niños se durmieran para entrar a dejar los regalos en las casas, ya fuera en la chimenea o bajo los arbolitos de navidad. Alejandro no tuvo más remedio que acostarse en su cama, y pensando en ese pterodáctilo que surcaba los aires extendiendo sus alas enormes, ese pterodáctilo que también tenía pico y patas ¡grannndísimas! y garras, ese dinosaurio más poderoso que todos porque en el aire era inalcanzable hasta para los más temibles depredadores, finalmente se quedó dormido.
Soñó con un niño que parecía un monstruo pero no lo era, porque no era feo ni daba miedo. Parecía un perrito, pero también un gato, porque hacía “miau, miau” y tenía bigotes. El niño le dijo que era el niño Dios. Le contó que había recibido su carta y le dio las gracias por haberle escrito en su idioma, cosa que lo hacía muy feliz, porque los niños más grandes ya no lo hacían y los señores y las señoras ni siquiera le escribían. Le explicó que vivía en un planeta muy, muy lejano –Alejandro había aprendido ese año que los planetas eran como casas grandotas en las que vivían personas y animalitos y árboles– y que su carta había llegado apenas dos días antes, pues el correo intergaláctico era muy demorado –era cierto: Alejandro había enviado la carta después del día de las velitas–.
Mientras tanto, Ana ponía el regalo debajo del arbolito, algo preocupada por la reacción que tendría su hijo al abrirlo. Era quisquilloso y algo obsesivo, de modo que a veces tenía comportamientos desmesurados. Había sido imposible conseguir el pterodáctilo. Entre angustia y afán, Ana había comprado un Concorde muy bonito. A Alejandro le fascinaban los aviones, y aunque había tenido varios, todos habían sido típicos aviones comerciales; ni aviones de combate, ni aviones comerciales de formas raras. El Concorde, en cambio, tenía esa forma poderosa de avión supersónico y, además, guardaba cierta similitud con un pterodáctilo.
En el sueño, el niño Dios le explicó a Alejandro que debido a la tardanza de su carta, había tenido que comprar el regalo en el planeta donde vivía. Le explicó también que allá las cosas eran al revés: los robots parecían personas, un barco se veía como una ballena, una bicicleta parecía un caballo, un carro era similar a una gacela, un avión se asemejaba a un pájaro grandote y un helicóptero era como un zancudo gigante. En cambio, las personas parecían Transformers y los animales parecían barcos y aviones y helicópteros. Le dijo entonces que no se extrañara si su pterodáctilo, que ya estaba debajo del arbolito de navidad, parecía un avión, que se lo había comprado con el mismo amor que había leído en la carta, y que era una sorpresa por haber sido un niño tan juicioso. Con un abrazo del niño Dios perrito gato, Alejandro despertó. Tardó el feliz instante del despertar en percatarse de que ya había salido el sol y de que olía a buñuelos.
Se levantó de un salto, bajó corriendo las escaleras y fue directamente al arbolito. Sabía que el regalo más grande era el suyo. Lo agarró con prisa y le quitó la envoltura de un tirón. Cuando Alejandro sacó el Concorde de la caja, Ana ya estaba de pie a su lado, expectante y un tanto nerviosa. El niño enfrentó un dilema: no quería soltar su increíble pterodáctilo Transformer extraterrestre, pero quería abrazar a su mamá –ella había enviado la carta por correo hasta el planeta Cielo–. Tras dudar un momento, puso el juguete a un lado y abrazó las piernas de Ana con toda su fuerza. En medio del abrazo, Ana vio que el niño sonreía con los ojos cerrados, sin duda estaba dichoso, extasiado. –¿Sí ves mamá?, ¡te dije que el niño Dios iba a entender la carta!–