Una dulce condena de quien escribe (o al menos de este servidor) es la pensadera constante, eso que en inglés llaman “overthinking” y que en español no hemos sido capaces de honrar con un término adecuado, que no sea la horrible traducción literal “sobrepensar”.
Tiffany Aching, bruja de sobrados talentos y aún más sobradas preocupaciones que cruzó a este mundo gracias al gran Terry Pratchett, pensaba dos veces lo que pensaba dos veces y luego eso también lo pensaba dos veces, pensándolo dos veces una vez más, por si acaso…
El overthinking es un vicio y como todos los vicios nunca desaparece, nunca “se supera”; a lo sumo un vicio se reemplaza por otro, como dice mi amigo Carlos que decía Oscar Wilde, o se convierte en fantasma, como las alucinaciones de John Nash en A Beautiful Mind. Es la forma en que el pasado logra ser siempre presente. El problema es que si uno deja que le pase lo de Tiffany, si uno deja que el overthinking se atraviese en las decisiones cotidianas[1], la vida se vuelve invivible, como pueden atestiguar varias criaturas adorables con quienes he compartido aulas de clase.
El truco pareciera radicar entonces en desviar el overthinking hacia las otras cosas del mundo, las lejanas, las imaginarias, las abstractas, las triviales. No me malentiendan, algunas de esas cosas pueden ser muy serias, pueden ser cosas tristes o terribles… lo importante es que no lo afecten a uno directamente en el momento presente. De esa práctica mágica importantísima en la cabezología de los sobrepensadores nacen mis divagabundias, un tipo más estructurado de despojo, parecidas a veces a los cabezologismos pero más extensas y con un poco menos (¿o más?) de sentido.
[1] Y puede ser que también pase con las trascendentales, que no son otra cosa que decisiones cotidianas disfrazadas de irreversibles; la verdadera diferencia, la que sí importa, bien lo dice Jerzy Gregorek, es entre las decisiones fáciles y las difíciles.