La jubilación (versión 2022)

La jubilación (versión 2022)

“Just because you’re paranoid doesn’t mean they aren’t after you”[1]                                                                                               Joseph Heller

Yolanda nunca se había preguntado qué hacer con su vida, nunca le había pasado que esa pregunta no tuviera respuesta. Cada final había traído, con meses o hasta años de anticipación, los pormenores del nuevo comienzo: qué había que hacer y qué resultados cabía esperar. Este final no había sido la excepción, descansar y dedicarse tiempo a sí misma eran expectativas más que razonables. Pero fue cosa de unos cuantos años que Yolanda no encontrara en qué más dedicarse tiempo ni tuviera cansancio del cual descansar.

Había tomado vacaciones, se había encargado personalmente del empalme de su reemplazo en la empresa, había visitado parientes y amistades olvidadas; había tomado cursos de cocina y de arte country, había abandonado, tras unas cuantas sesiones, el yoga y la zumba; había pertenecido a la junta de acción comunal de su conjunto y, finalmente, destacado como vendedora de un suplemento alimenticio “natural”. Esta última actividad había sido interrumpida por una enfermedad renal que la había obligado a guardar completo reposo por varios meses. La liberación femenina trabajadicta, los zapatos de tacón altísimo, las ceñidas minifaldas que moldearon su andar de rodillas juntas y las prolongadas caminatas de las ventas puerta a puerta habían pasado su factura de cobro.

Durante los meses de reposo, Yolanda se volvió irascible y ansiosa. Detestaba el encierro, no soportaba ver televisión por más de dos horas, de vez en cuando leía un par de horas más y todos los días dormía una buena parte de la tarde. En cierta medida, su cuerpo necesitaba ese descanso, lo había necesitado desde hacía mucho tiempo, por lo que la recuperación de la enfermedad renal fue exitosa, a pesar del pésimo estado anímico que se había instalado en ella cual si hubiera sido, durante muchos años, un rasgo distintivo de su personalidad.

La recomendación del médico fue tajante: Yolanda no podía, bajo ninguna circunstancia, retomar las actividades a las que se había dedicado antes de su enfermedad renal. Mejor dicho, no podía volver a trabajar. Fue así como la rutina de los últimos meses empezó a volverse su nueva vida. De hecho, hubo un solo cambio: poco a poco las largas jornadas de sueño vespertino empezaron a mermar las horas de sueño nocturno. Pasadas tres semanas, su horario de sueño se había invertido, como si fuera una de esas personas que duermen de día y trabajan de noche. Pero al menos dormía y algo lograba descansar. Más dramático fue el cambio cuando, un día cualquiera, a Yolanda se le olvidó dormir.

Mantuvo la situación en secreto para no preocupar a su hija Tatiana y demás parientes. Pero su estado de ánimo, que ya había sufrido un cambio brusco en meses recientes, empezó a alterarse ahora a ritmo vertiginoso, haciéndole temer un colapso nervioso. Fue entonces cuando, en medio de un desvarío de tantos que tuvo en esas tardes y noches de vigilia, Yolanda se preguntó por primera vez qué debía hacer con su vida. Irónicamente, lo único que tenía claro ahora era qué no debía hacer: trabajar.

En esas circunstancias la sorprendió, como enviada por una providencia desconocida y perversa, la visita de doña Piedad, la vecina loca. Dejó que sonara el timbre. Una, dos, tres veces. ¡Cuatro! Nada que hacer, la había visto por la ventana y no iba a parar de timbrar hasta que abriera la puerta. Era una de esas personas que no entienden las señales sutiles y aprovechan cada singular oportunidad para ser inoportunas… Es como si al oler una pizca de incomodidad en el ambiente se vieran obligadas, por una fuerza sobrenatural, a hacer que se inflame hasta un fastidio insoportable… ¡Por Dios! ¿Por qué existen personas así?

— ¡Voy, voy, un momento! —, gritó mientras trataba de arreglarse un poco el pelo y se ponía ropa decente para recibir una visita.

— Yolandita, sumercé, ¿cómo está? Bien también, señora, ¿puedo seguir? Ay, muchas gracias, no me demoro, es que me imagínese que iba de salida y la vi por la ventana y pensé, vamos a darle un saludito a Yolandita que hace rato que no sé nada de ella.

— S… sssíiii, claro, siga mija, bien pueda, ahí perdonará eso sí el desorden, he estado como maluca estos días.

— Sí me dijo Tatianita, que me la encontré que días, iba más preocupada la niña… ¿Y qué es lo que tiene, sumercé?

— Me encontraron una enfermedad en los riñones y usted sabe cómo son los médicos de ahora: todo se arregla con encierro y quietud…

Yolanda no podía ocultar su nerviosismo, se le notaba en la mirada, se le notaba en el andar, y se le notaba en el meneo de la pierna cruzada, maña que había aprendido a ocultar porque “no se ve bien en una alta ejecutiva” pero que ya a estas alturas y en esta situación, qué carajos.

— ¿Y sí está durmiendo bien, Yolandita? S… se ve como cansada… y está un poquito ojerosa…

— ¿Un poquito, Piedad? Yo sé que estoy que espanto… No, la verdad no estoy durmiendo bien. Este hijueputa encierro me tiene los nervios de punta, mija. Yo no sirvo para esto, Piedad, yo no sirvo para estarme quieta como una mata.

— ¿Y ya le dijo eso al médico, sumercé?

— Nuuuuuu, ¡ni de fundas! ¿Para qué, Piedad, para que me manden a un psicólogo o a un psiquiatra? Esos lo único que saben hacer es drogar a la gente. Además, ¡yo no estoy loca! Al menos no todavía, lo que pasa es que me jodieron la vida, ¡no tengo ni sesenta años y ya me quieren postrar en una cama como a una anciana! Pero prefiero morirme de los nervios a dejarme empepar, ni se imagina como dejaron a mi tía Adela los famosos psiquiatras. La empendejaron por completo, la volvieron un ente.

—Ah, no, no, eso sí es cierto, Yolandita, tiene toda la razón. Pues yo le tengo otra solución, pero es que sumercé no cree en esas cosas y siempre me regaña…

— Ay, sí, Piedad, no me vaya a salir con sus menjurjes y sus santos que hoy no tengo nervios para eso.

— Pues sumercé verá, Yolandita, el maestro la podría ayudar. Si no le quiere contar a sus médicos de sus nervios y no cree en mis cosas, ¿qué es lo peor que puede pasar? El maestro no le va a mandar nada con esos químicos que las farmacéuticas venden para desmentizar a la gente, si algo le mandará algo natural, un agua de yerbas. Lo mismo que le daría su agüelita, alma bendita, que en paz descanse.

Viendo que por primera vez desde que se conocían Yolanda se dignaba al menos a considerar algo de lo que ella decía sobre espiritualidad, doña Piedad dio la puntada final.

— Acompáñeme, Yolandita, si quiere no entra al consultorio del maestro, pero al menos sale y se distrae…

Yolanda accedió. Piedad tenía razón, ella decidía si entrar o no, si creer o no. A lo mejor hasta la hacían reír. ¿Qué podía salir mal?

El “maestro” era un tal “Buda Santero”, que según el brochure de la recepción “combina los saberes ancestrales del budismo, la santería y los ritos de los indios pijaos del Tolima para adivinar el porvenir de sus clientes y aconsejarles la mejor manera de ir a su encuentro”, además, claro, de los servicios tradicionales: amarrar al ser amado, desamarrar al ser ya no amado, atraer la abundancia y curar enfermedades incurables. La frasecita aquella de doña Piedad, esa de “si quiere no entra el consultorio”, en apariencia tan inocente, no sólo sonaba gramaticalmente rara, lo cual no tenía misterio en una persona tan ignorante, sino que tenía un… ¿cómo se llama eso?, algo parecido a un vacío legal, como una trampa… como las cascaritas que ponen los profesores de matemáticas en los exámenes… Eso era: una cascarita. Y Yolanda ya se estaba resbalando.

Aquí no había que entrar al consultorio para que jugaran con la cabeza de uno, no era sino entrar al templo y empezaban los juegos mentales. La vieja casa colonial sin restauraciones era oscura, húmeda y apestaba a menjurjes, inciensos, palo santo y trapeador que nunca se ha lavado, como un bar de mala muerte a las cinco de la mañana, ese olor nauseabundo tan particular que la abuela llamaba “mugre revuelto”. Había velas, objetos raros, estatuas de santos, muñecos de monstruos, animales como disecados y estantes con libros que ella prefirió no mirar pero cuyos títulos había visto en callejones poco recomendables del centro de la ciudad, en estados de conciencia igualmente… complicados.

Era inevitable sentir una intranquilidad como la que le producían las iglesias, pero esta tendría que ser una iglesia del diablo, más parecida, ahora que lo pensaba, a la casa embrujada en un parque de diversiones. Todo era patético y ridículo pero no dejaba de ser inquietante. Casi le pareció entender la típica escena de película de terror donde los personajes perciben el entorno como si estuvieran soñando y borrachos, sabía que si intentaba recorrer el lugar para dibujar un mapa no sería capaz de hacerlo. Eso no era muy conveniente para sus nervios. No pudo evitar alterarse aún más cuando se percató de que sus pensamientos sonaban a su abuela, cuyas supersticiones siempre había despreciado.

Lo que pasó después fue una de esas situaciones en las que entre uno más quiere irse, más se queda, como una fiesta aburrida, ciertas visitas familiares o un raspa y gana en un centro comercial, promocionado por un niñito vestido de piloto, que lo aborda a uno cual raponero en la calle para preguntarle por la capital de las islas Fiji. Uno sabe que si medio intenta mencionar la vaga, lejanísima y en últimas inconcebible posibilidad de irse, vendrá una ola de insistencia y presión tan desagradable que uno terminará quedándose hasta a dormir. Hubo momentos después de aquella noche en los que Yolanda intentó explicarse por qué se había quedado y sobre todo por qué había acabado por entrar al consultorio. En todos ellos fracasó miserablemente.

La gordura sin duda lo hacía parecer un buda, pero era una gordura de manteca, no de prosperidad. Tenía la mirada rasgada como esa gente adormecida por la buena vida y una sonrisa socarrona que a Yolanda le producía la más absoluta desconfianza.

— Cuénteme, mi señora, ¿por qué está aquí?

—Yo no soy “su” señora… Nada, vine a acompañar a Piedad y la verdad no sé qué estoy haciendo sentada en este consultorio.

— Vea pues… No me esperaba una “exitosa ejecutiva” que no entendiera el lenguaje figurado… Pero está bien, como quiera, señora… Me dice mi secretaria que tiene serios problemas para dormir…

— No lo puedo creer, voy a MATAR a Piedad —, susurró entre dientes y con la mirada baja, hablando para sí misma a pesar de haberlo hecho en voz alta. Luego, recobrando la compostura de mujer moderna, empoderada y en control de la situación, miró al brujo de pacotilla a los ojos, fijamente, con esa mirada grave y recriminatoria que canalizaba la autoridad femenina primordial. — ¿De verdad vamos a hacer esto?

El brujo conocía esa mirada, tenía hermanas y estaba casado… Era una señal a lo más profundo del inconsciente que decretaba DESPRECIO y que podía transformar psicológicamente a cualquier persona en la cucaracha más miserable de la existencia. Tras un asomo de la sonrisa socarrona en la comisura de los labios, respondió sin inmutarse. — Para ser alguien que me considera un brujo, usted también tiene sus trucos. Sus precursoras estarían orgullosas, pero no me va a intimidar con eso, madame.

En esa última palabra dejó aflorar, de forma claramente premeditada, toda la ordinariez que su lenguaje limpio y correcto ocultaba a medias, con ese mal gusto tan característico del arribismo. Yolanda no podía evitar sentir que estaban leyendo su mente, un gordinflón buena vida disfrazado con un tocado de plumas y un montón de colgandejos y de amuletos, hablando un español digno de un profesor de lengua, era como si tuviera la palabra ORDINARIO en un letrero de neón en la frente. Pero no se iba a dejar impresionar, de seguro esa situación se había repetido antes con un millón de clientes.

— Bueno, si ya sabe lo que me pasa, creo que no hace falta que yo le diga nada. Dígame usted qué debo hacer, “maestro”.

— Tengo entendido que usted se divorció hace ya bastante tiempo y que se jubiló hace unos años. Su hija está haciendo su vida, asumo que los parientes de su edad están muertos o igual de jodidos y que hace años no sabe nada de sus amistades de juventud… Por favor dígame si algo de esto es incorrecto…

La misma mirada de “eres una cucaracha repulsiva e insignificante”, mientras en su mente desfilaban fantasías de las mil y un formas en que podía matar a Piedad …

— Perfecto. Pues la verdad, señora, yo creo que para lo que le pasa a usted ni oráculo hay que consultar. Pero hagamos las cosas bien… Miremos qué dice el tarot —. Barajó varias veces, puso la baraja boca abajo y le pidió a Yolanda que tomara una carta al azar. Ella torció los ojos en otro gesto arquetípico. Ya en este punto sabía que la forma más rápida de salir era cooperar. Sacó la carta.

— ¿Se la doy o qué?

— Póngala sobre la mesa exactamente en esa posición en que la tiene, por favor.

— Lo dicho… La Emperatriz invertida. Usted creía que su carrera la iba a hacer feliz. Lo que está es frustrada porque su carrera se acabó y usted no se siente feliz. Al contrario, está completamente sola y no tiene nada que hacer. ¿Cuál es la diferencia entre “matrimonio” y “carrera”?

— ¿Qué clase de pregunta es esa? ¡Una cosa no tiene nada que ver con la otra!

— Claro… nada que ver… Usted está pasando por una crisis existencial, una especie de estrés post-traumático acumulado, del divorcio para acá, cuando todo empezó a desmoronarse. Antes su trabajo no le daba tiempo de pensar en eso, pero ahora le sobra. Por eso no duerme… Podría empezar una nueva vida, pero ya ni su cuerpo ni su mente tienen veinte años, así que las opciones no son muchas y va a ser diez veces más difícil. Si eso ni se le pasa por la cabeza, si no es capaz ni de imaginarse una nueva vida, entonces, señora, usted ya está muerta. En ese caso lo que tendría que hacer es pensar cómo quiere que la alcance la lógica de la existencia…

La mirada de Yolanda era ahora de perplejidad. Ya hablando más largo al brujo se le salía un tono vulgar que combinaba mucho mejor con su aspecto. Lo perturbador era el contenido de sus palabras. Ella no atinaba a replicar nada, pero la situación como que cada vez cuadraba menos, o sea, un hombre de pueblo (o en todo caso muy humilde), ordinario, mal hablado y sin estudios debía ser, obviamente, alguien básico, ignorante. ¿No? Todavía estaba procesando lo que acababa de oír, pero si de algo estaba segura era de que no era ni lo uno ni lo otro.

— Como le decía, siempre hay riesgos en ese estado en el que usted está. En esa pensadera y con esos nervios como los tiene, puede que no le esté poniendo mucha atención a lo que hace… Si a eso le sumamos sus problemas de salud… Saque otra carta, por favor.

— Hummmh… Cuatro de espadas invertido… Muestre a ver, ¿qué podría ser…? Vive sola, ¿no?

— Sí.

— Y no le gusta estar en la casa…

— No mucho.

— Sí, nada que hacer. Usted tiene que tomar decisiones definitivas en este momento. Si no le pone cuidado a esta situación y deja que las cosas sigan pasando solas, usted va a morir dentro de poco en un accidente de tránsito. La buena noticia es que desde esta noche va a volver a dormir.

Esto sí ya era la tapa. ¿Cómo se atrevía ese imbécil? ¡Esto debería ser demandable! La credibilidad que durante la consulta el brujo había edificado con la precisión y la calma del más hábil artesano se desplomó en un instante. Como en la típica situación de abandono de un establecimiento por mal servicio, Yolanda se fue sin pagar un solo peso y nadie hizo el menor esfuerzo por detenerla. El Buda Santero se reía mientras la veía alejarse. Doña Piedad caminaba detrás de su iracunda vecina, confundida y avergonzada, sin atinar a hacer ni a decir nada. Llegaron al conjunto en medio de un silencio definitivo en su fugaz amistad, con el radioteléfono del taxi como telón de fondo. Después de pasar la portería, cada una se dirigió a su apartamento. No hablaron nunca más.

Esa noche, para colmo de su ira, Yolanda durmió. Lo atribuyó al poder de la sugestión y se dijo a sí misma que un psicólogo habría podido hacer exactamente lo mismo con profesionalismo y sin predicciones estúpidas. Las noches que siguieron también durmió. Al cabo de dos semanas, casi hasta se sentía agradecida con el Buda Santero, a pesar del mal rato que la había hecho pasar. Había dormido noche y día, todos esos días. Se veía de mucho mejor semblante y su temperamento también estaba mejorando, ahora que sus nervios se habían estabilizado. Cuando ya no tuvo necesidad de dormir de día, se sorprendió sentada en el sofá de la sala, a las tres de la tarde, sin nada que hacer. Entonces volvió la pregunta que se le había aparecido como un fantasma una noche de delirio insomne: qué hacer con su vida. De inmediato salió a ver vitrinas a un centro comercial cercano. Se aburrió, sabía muy bien que no era una persona de salir por salir, sin propósito alguno, eso le producía una incomodidad honda, en algún lugar que no era físico, allá muy adentro del estómago.

Esa noche soñó. Estaba en la calle, caminando, como lo había hecho durante el día. Cruzaba una cebra con el semáforo peatonal en verde y un bus ejecutivo que venía a toda velocidad se pasaba el semáforo en rojo, embistiéndola. No logró dormir después de aquella pesadilla pero no le dio importancia. Durante las semanas siguientes persistió en el ejercicio de salir a aburrirse, sólo porque aburrirse en la calle era menos aterrador que aburrirse en la casa. Al menos podía simular actividad. Esas noches las pesadillas se volvieron recurrentes. Cuando no le quedó más remedio que reparar en ello, se dio cuenta de que estaba teniendo el mismo sueño, con variaciones, todas las noches.

Cuando no la atropellaba un bus ejecutivo, se estrellaba mortalmente en un carro que conducía o rodaba por un barranco en un viaje por los páramos hacia otra ciudad; tenía también accidentes mortales en bicicleta o como pasajera de buses urbanos; una vez soñó, con ayuda del noticiero de la noche, que un árbol se caía y la aplastaba mientras ella esperaba un bus en el paradero. Ahora tenía más certeza, o mejor, dos certezas, acerca de su vida: no podía trabajar y no podía salir. El análisis racional de la situación no surtía efecto, no sonaba a verdad fría, sólida y tranquilizante, no lograba subyugar la imaginación, era como esas mentiras infantiles imposibles de creer, parecía más supersticioso que la superstición.

Cálmate, no pasa nada, eres víctima de la sugestión de un charlatán, no pasa nada, no pasa nada, nada te va a pasar si sales a vitrinear, no se puede conocer el futuro, no pasa nada, no pasa nada, no pasa nada. Era imposible creer esa patraña. Algo estaba pasando, no tenía idea de qué, pero algo… El insomnio volvió, más inclemente que nunca. Los días y especialmente las noches eran estremecedoras, habitadas por toda clase de espectros de cuya inexistencia Yolanda había estado convencida incluso desde niña. Ni siquiera había tenido amigos imaginarios.

Pero esos días no fueron muchos, ya ni por teléfono podía Yolanda disimular su estado y Tatiana, su hija, tomó cartas en el asunto. Tras la valoración psiquiátrica a regañadientes fue llevada a una clínica de reposo, donde le fue diagnosticado un trastorno mental severo. Los médicos concluyeron que debía permanecer allí por tiempo indefinido.

Lo que siguió fue un plácido y descansado sueño de gordura que en la mente de Yolanda duró décadas, mientras que en el tiempo de todos, que ella había compartido durante la larga vigilia que había sido su vida, duró alrededor de un año. Sentía que nunca antes había dormido y menos tan plácidamente y menos todavía había conocido el verdadero descanso, sin pensar en nada, sin preocuparse por nada y sin que eso fuera un motivo de culpa. Olvidó, o le hicieron olvidar, prácticamente todo lo ocurrido desde la enfermedad renal que la había confinado a su casa.

Cuando salió de la clínica de reposo, regordeta, con la cara redonda, con una gran papada y de lento andar por los medicamentos psiquiátricos, Yolanda tuvo que abandonar su amada Bogotá. Fue una recomendación médica, pues aunque el tratamiento había sido exitoso y ella estaba “cien por ciento curada”, sus nervios ya no estaban para el trajín de las grandes ciudades. “Apenas superando los cincuenta años”, como solía decir ella (en realidad le faltaban apenas tres para los sesenta), esta fue la primera vez que Yolanda se sintió anciana.

Se eligió Agua de Dios, un pueblo relativamente cercano a Bogotá, que tenía un clima muy agradable y unos paisajes de ensueño, y además facilitaba las visitas de Tatiana, los demás parientes y sus amistades. Era como si la hubieran enviado a un ancianato al aire libre, como ese rey que mandó al otro rey a morir en un desierto, en ese cuento que le gustaba tanto a su ex-marido. A punto estuvo de empezar a creer en las teorías de la conspiración. Claro está, todo esto pasaba en un lugar remoto de su mente, como cuando uno sueña despierto, pero no era capaz siquiera de organizarlo en ideas coherentes, mucho menos de decirlo, y ni hablar de hacer algo al respecto, ahora que se veía, hablaba y caminaba como todas esas leyendas de rock que entradas en años parecen la tía alcohólica de la familia.

Todo esto pasó muy rápido. Yolanda tuvo por varias semanas la sensación de estar despertando de un larguísimo sueño, ese breve instante en que uno empieza a recordar quién es y a retomar el hilo de la historia donde quedó la noche anterior, y en el cual, si algo sucede, uno es incapaz de reaccionar, de sacudirse el letargo, pues las manos ni siquiera tienen fuerza para empuñarse. Lo que más la hacía sentir así era observar como entre médicos, hija y demás parientes decidían lo que pasaría en adelante con su vida. Le estaba costando retomar el hilo de la historia, de su historia, más que nunca antes, pero si de algo estaba completamente segura, era de que ella siempre había tomado sus propias decisiones.

Ahora vivía en una casa enorme, prácticamente en el campo, a la que le habían acondicionado una miscelánea en la parte del frente para que ella no anduviera ociosa, para que no tuviera tiempo de pensar en cosas que no convenían. Yolanda alcanzó a pensar que esto era el colmo. Ella, toda una ejecutiva, con una amplia trayectoria en compañías multinacionales; ella, toda una mujer del siglo XX y comienzos del XXI, que en sus años más vitales y audaces, allá en los gloriosos setenta, había sido una feminista convencida… atendiendo una miscelánea de pueblo.

La lucha de la mujer colombiana había sido justamente salir de la cocina, salir de la casa, salir del pueblo, no depender de nadie. Sólo faltaba que la casaran con un viejo mañoso y cochino para acabar de dar al traste con los esfuerzos de toda su vida. Metida en esa casa que ni siquiera había pagado ella sola, atendiendo un remedo de negocio, un negocio de mujer de antes, una tienda, a escasos metros de la cocina para que no se le quemaran las tajadas de plátano… En ese breve instante que no se repetiría, Yolanda sintió que ya estaba muerta.

A fuerza de resignación y de olvido psiquiátrico en muy pequeñas dosis, que además eran “naturales” y “sin químicos”[2], la nueva vida que le habían inventado a Yolanda terminó fluyendo tranquilamente, sin tropiezos, hasta convertirse en su realidad. Casi llegó a creer que esto era la continuación natural de su historia, de ese hilo que ella había elegido y que tanto le había costado forjar. Sólo le quedó, por allá en el fondo de los ojos, bien, bien atrás, una tenue sensación de llanto, como una tristeza muy chiquita que a veces abarcaba hasta el pecho, pero eso se podía disfrazar muy fácilmente, se le podía achacar a cualquier cosa.

Un lunes festivo, habiendo terminado de almorzar (ahora almorzaba a las doce, sagradamente, todos los días, como en su infancia, como su mamá, a quien había alcanzado a odiar por eso, y no como las altas ejecutivas, a la hora que se pudiera y siempre y cuando se pudiera), prendió el televisor para ver el noticiero. Era un poco tarde, se había perdido los titulares y las primeras noticias. Por lo que entendió, la policía había descubierto, en un allanamiento a la inmensa finca de un narcotraficante, lo que parecía ser el zoológico más grande y biodiverso del continente.

El allanamiento había terminado en tiroteo, desatando una estampida que nada tenía que envidiarle a la película Jumanji. Mientras el periodista recomendaba a los habitantes del sector tomar precauciones y alejarse de las calles, un escándalo en la cuadra de Yolanda amenazaba con arruinarle el noticiero. Subió el volumen y trató de ignorarlo. Ahora hablaban de un caso de corrupción en una institución pública al norte del país. Pero esta noticia tampoco pudo oírla completa ni mucho menos entenderla por el ruido allá afuera. Decidió salir a ver qué era lo que pasaba.

Apenas salió, la luz del sol la encandiló. Era un mediodía brillante y el sol azotaba con fiereza los adoquines. Había un alboroto de los mil demonios, las vecinas corrían de un lado a otro como gallinas cluecas y se oían gritos revueltos y confusos. Con sus ojos entreabiertos y empezando a sudar por el calor sofocante, Yolanda miró para todos lados, tratando de entender qué era lo que pasaba. No veía nada. Ni cuenta se dio de que se había parado en la mitad de la calle, pero no venían carros. De hecho, no solían pasar carros por ahí. La situación parecía la típica escena de película de terror, pero Yolanda no recordaba que ya había tenido esa sensación antes.

De pronto vio a una vecina como a una cuadra de distancia, manoteando y al parecer con cara de espanto, y milésimas de segundo después oyó su voz, que luego del viaje y en semejante bullicio llegó como un desesperado zumbido de mosca. Aguzó el oído tratando de entender las palabras de la vecina y lo que descifró fue algo que no podía ser, que no tenía sentido: elefante. En ese momento una sombra fresca alivió el sofoco del sol, seguramente una benévola nube. Ah, qué delicia el fresquito… Sin pensarlo, Yolanda volteó como si quisiera confirmar la sospecha, mientras la vecina seguía manoteando en cámara lenta.

La nube se le hizo como arrugada y demasiado cercana… La trompa larga y gruesa, un aturdidor ruido de sirena, y la conexión de ambas cosas con una palabra absurda que había oído segundos antes, fueron las dos últimas sensaciones y el último pensamiento de Yolanda. Lo que quedó después fue paté de señora en cama de adoquines, mientras la bestia seguía su marcha despavorida, huyendo de los disparos policiales y criminales que habían perturbado la confortable calma del zoológico. El funcionario que diligenció el acta de defunción se vio a gatas cuando llegó al ítem “Causa del fallecimiento”. Optó por escribir lo que le pareció más acorde a lo ocurrido: accidente de tránsito.

Los medios sensacionalistas reportaron el lamentable deceso de una señora en circunstancias bastante inusuales; la prensa amarilla llegó a llamarla pionera por haber “inaugurado una nueva forma de morir” en Colombia. Unos y otros hicieron de Yolanda una celebridad nacional durante ochenta y cinco horas. Ninguna otra cosa digna de ser informada pasó en los mil ciento cuarenta y tres millones de kilómetros cuadrados del territorio nacional en ese lapso. “Morir es jubilarse de la vida”, afirma cierto budismo sin nirvana. Pero hay quienes no quisieran morirse. Y tal vez Yolanda Pronía hubiese preferido no jubilarse.


[1] “Que seas paranoico no quiere decir que no te estén persiguiendo” Joseph Heller.

[2] Estas ideas de vanguardia estaban en furor en facultades de química y en la industria farmacéutica. ¡Imagínense! Es como si surgiera un campo en la física que pudiera estudiarse sin partículas ni ondas.

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